COMENTARIO DE TEXTO: FRAGMENTO DE EL ÁRBOL DE LA CIENCIA DE PÍO BAROJA
La hija de Sánchez quería ir monja; la del secretario era de una cursilería verdaderamente venenosa, tocaba el piano muy mal, calcaba las laminitas de “Blanco y Negro” y luego las iluminaba, y tenía unas ideas ridículas y falsas de todo.
De no casarse, Andrés podía transigir e ir con los perdidos del pueblo a casa de la Fulana o de la Zutana, a estas dos calles donde las mujeres de vida airada vivían como en los antiguos burdeles medievales; pero esta promiscuidad era ofensiva para su orgullo. ¿Qué más triunfo para la burguesía local y más derrota para su personalidad si se hubiesen contado sus devaneos? No; prefería estar enfermo.
Andrés decidió limitar la alimentación, tomar sólo vegetales y no probar la carne, ni el vino, ni el café. Varias horas después de comer y de cenar bebía grandes cantidades de agua. El odio contra el espíritu del pueblo le sostenía en su lucha secreta; era uno de esos odios profundos que llegan a dar serenidad al que lo siente, un desprecio épico y altivo. Para él no había burlas; todas resbalaban por su coraza de impasibilidad.
Algunas veces pensaba que esta actitud no era lógica. ¡Un hombre que quería ser de ciencia y se incomodaba porque las cosas no eran como él hubiese deseado! Era absurdo. La tierra allí era seca; no había árboles; el clima era duro; la gente tenía que ser dura también.
La mujer del secretario del Ayuntamiento, presidenta de la Sociedad del Perpetuo Socorro, le dijo un día:
-Usted, Hurtado, quiere demostrar que se puede no tener religión y ser más bueno que los religiosos.
-¿Más bueno, señora? -replicó Andrés-. Realmente, eso no es difícil.
Al cabo de un mes de nuevo régimen, Hurtado estaba mejor; la comida escasa y sólo vegetal, el baño, el ejercicio al aire libre; comenzaba a vislumbrar ese estado de “ataraxia” cantado por los epicúreos y los pirronianos.
Ya no experimentaba cólera por las cosas ni por las personas.
Le hubiera gustado comunicar a alguien sus impresiones, y pensó escribir a Iturrioz; pero luego creyó que su situación espiritual era más fuerte siendo él solo el único testigo de su victoria.
Ya comenzaba a no tener espíritu agresivo. Se levantaba muy temprano, con la aurora, y paseaba por aquellos campos llanos, por los viñedos, hasta un olivar que él llamaba el trágico por su aspecto. Aquellos olivos viejos, centenarios, retorcidos, parecían enfermos atacados por el tétanos; entre ellos se levantaba una casa aislada y baja con bardales de cambroneras y en el vértice de la colina había un molino de viento tan extraordinario, tan absurdo, con su cuerpo rechoncho y sus brazos chirriantes, que a Andrés le dejaba siempre sobrecogido.
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